Una voz en el desierto por Kenneth Coates
Warren Buffett es el megamillonario más simpático del mundo. Se estima que su fortuna alcanza la suma de US$ 130 mil millones (casi dos veces el PIB de Uruguay), logrados en base a su fondo de inversión Berkshire Hathaway, que administra fondos de terceros en acciones de empresas manejando una cartera de más de US$ 1070 mil millones.
Además de su simpatía natural de viejito bonachón (93 años), siempre ha llevado una vida muy simple y ordenada, como típico integrante de la clase media estadounidense, sin excesos ni pretensiones. Hace pocos años hizo pública su discrepancia con el sistema impositivo de los Estados Unidos, señalando que era inverosímil que pagase menos impuestos (en términos porcentuales) que su secretaria. Ello debido a que los impuestos federales sobre los ingresos de las personas físicas superaban los impuestos a las ganancias de capitales. Con el debido asesoramiento legal, los megacontribuyentes (y los no tan grandes) encuentran los huecos en el sistema que permiten reducir su pasivo impositivo.
Eventualmente propuso la Regla Buffett, que establecía que ningún hogar con ingresos anuales superiores al millón de dólares debiera abonar en impuestos un porcentaje menor al que abonan las familias de clase media. La propuesta recibió apoyo político de algunos sectores de los grandes partidos y fue visto como una solución fiscal para reducir el déficit sin afectar los gastos correspondientes a los programas sociales. Se convino que la tasa mínima para ingresos mayores al millón sería del 30%. Si bien el gobierno de Biden planteó la medida hace un año, hasta ahora la propuesta languidece en el Capitolio debido al feroz lobbying contrario de los grandes intereses económicos y su amenaza implícita de retener sus contribuciones a la campaña electoral.
Dinero y política
El tema de las grandes fortunas y su impacto en la política no es nuevo. Probablemente haya nacido cinco minutos después que la democracia. Tendemos a creer que la democracia siempre fue así como es hoy –con sufragio universal–, cuando en verdad el enfranquiciamiento de las masas fue un largo proceso iniciado en Atenas, pero que recién a comienzos del siglo XX eliminó los requisitos de género y solvencia económica para el ejercicio del voto.
Aun así, el dinero sigue influyendo en las elecciones. El marketing de los candidatos requiere de cuantiosos desembolsos, especialmente para aquellos quienes no disponen de medios de alcance masivo que jueguen a su favor. Las contribuciones a las campañas no son desinteresadas, sino que crean un pasivo moral que en cualquier momento puede presentarse a reclamo ante un nuevo gobierno.
Aquel idílico mito de ciudadanos informados que deciden su voto con todas las garantías en función de una meditada comparación de las alternativas es eso, un mito. Por supuesto que hay diferencias en el grado de sofisticación, no se puede comparar la grosera parodia de Venezuela en el manejo de los resultados con los prolijos comicios del Uruguay, aunque la trasmisión de mando en los Estados Unidos en 2020 tampoco fue muy edificante.
Pero el tema de fondo es que el dinero impacta el ejercicio de la democracia, y cuanto más dinero mayor es el impacto. La esencia misma de la democracia está bajo un sinuoso asedio. La Ley de Medios fue recientemente aprobada para remediar este aspecto. Los minutos ofrecidos a los partidos políticos en la recta final son vergonzosamente pocos. Esperemos que al menos el canal oficial muestre mayor apego en cuanto a promover una propagación de ideas de los distintos partidos.
El ocaso de la vergüenza
Pero volvamos a Estados Unidos: Trump le ha pedido a la industria petrolera una donación de US$ 1000 millones para su campaña electoral, según informan los medios. ¿Qué grados de libertad de acción puede tener una administración de gobierno con tal compromiso a cuestas? Si hay que decidir entre el bienestar del ciudadano común y la rentabilidad de la industria petrolera, ¿cuál habrá de primar?
Lo increíble es que todo se hace a la vista. Nadie se preocupa de ocultar estas transacciones que han pasado a ser parte de las reglas del juego. Se sabe que tal senador o congresista representa los intereses de tal o cual sector y habrá de defenderlos. Es como si la inmoralidad fuese exculpada por la transparencia. Ya que se va a hacer, que se haga a vista de todo el mundo.
Pero la transparencia no quita el hecho de que en la puja de millones el que pierde es el pueblo, que sin recursos ni organización poco puede hacer frente a los intereses. Y nos vuelve a la mente la misma pregunta: ¿la democracia debería permitir estos tráficos de influencias? ¿El permitirlos no es desvirtuar la democracia? ¿O acaso la democracia es simplemente una toga que recubre la verdadera naturaleza de las pugnas por la riqueza?
Volvamos a los impuestos
¿Los megamillonarios son los más indicados para guiar el destino de los pueblos? ¿Su éxito en los negocios los transforman en líderes naturales de la sociedad? Nadie les quita su habilidad de hacer negocios ni niega las contribuciones que han hecho al progreso de las naciones en aspectos de tecnología y administración. ¿Pero eso automáticamente les brinda las cualidades para transformarse en líderes de la nación?
El hecho es que, ya sea con alevosía o sutileza, en muchas partes del mundo los intereses económicos globales han ido reduciendo los gobiernos a un papel secundario. Entre las armas que mantienen aun los gobiernos esta la política fiscal e impositiva, que en un marco de legalidad debería buscar que los grandes intereses económicos no puedan eludir las mismas presiones fiscales a las que están expuestos los ciudadanos comunes.
Fuente: Semanario La Mañana